HISTORIA.- La leyenda de las Amazonas


No había mejor nombre para estas aguas y estas selvas que el de Orellana, quien primero las descubrió y exploró en una de las aventuras más épicas que recuerda la memoria, pero -caprichos del destino-, fue la leyenda de las Amazonas, que fray Gaspar de Baltasar, el propio cronista de Orellana, tanto contribuyó a difundir, la que terminaría por calar en la Historia.

(Del blog "Crónicas de un nómada", de Francisco López-Seivane. Foto: José Luis)

Las Amazonas eran, según el dominico español, un pueblo de hembras bravías de largos cabellos, altas, blancas y membrudas. Vivían en ciudades de piedra de las que jamás se encontró rastro alguno y se las conocía como cuñantesecuima (las que no tienen marido). Dominaban no menos de setenta aldeas indígenas que les eran tributarias y a las que defendían de sus enemigos. Cada amazona luchaba por diez indios. Una vez al año, reunían una gran tropa y atacaban un poblado vecino. Secuestraban a sus hombres y los retenían hasta quedar todas preñadas. Después, los dejaban en libertad.

Al nacer, mataban a los varones y cuidaban con gran esmero de las hembras, a las que enseñaban más tarde el arte de la guerra. Su jefa suprema se llamaba Cororí y poseía grandes riquezas de oro y plata (?). La partida de Orellana topó con ellas al frente de un grupo de guerreros indígenas que defendían un territorio y, tras matar a algunas de ellas, hubieron de levar anclas precipitadamente para evitar males mayores. Ningún otro hombre blanco las ha visto jamás, ni se ha encontrado de ellas otro rastro que la leyenda de su existencia, muy extendida de antiguo por toda la América amazónica.

Cuando Orellana inició en 1541, junto a Gonzalo Pizarro, el descenso del alto Coca, el peor camino posible para llegar al Gran Río, poco podía imaginar que estaba a punto de adentrarse en la mayor, más intrincada e inhóspita cuenca fluvial del mundo. De los cinco mil hombres que iniciaron el viaje en Quito, solo cincuenta llegarían en condiciones deplorables a Belén, dieciséis meses después. Del Coca al Napa y de éste al Solimoes, la expedición española que buscaba la tierra de la canela, abrigaba también, seguramente, otros anhelos secretos: la búsqueda de El Dorado -según las historias indígenas, el cacique de una remota tribu, asentada a orillas de un lago de aguas doradas, en las que se sumergía cada día para renovar su única vestimenta: una fina capa de polvo de oro que cubría todo su cuerpo-, y el tesoro de Rumiñahui, el general que reunió por todo el imperio incaico el oro exigido por Pizarro por el rescate de Atahualpa.

Cuando supo que éste ya había sido ajusticiado en Cajamarca, incendió la ciudad ante la llegada de los españoles de Benalcázar y escondió el oro y las piedras preciosas en algún lugar a oriente de los Andes, posiblemente en los montes Llaganati, su tierra de origen. Sometido a suplicio, jamás reveló el lugar donde había ocultado el fabuloso tesoro, aún por descubrir.

¿Quién dijo que el Amazonas era una tierra sin historia?